Plaza Irreal
por: Alexandra Lee Rivera
Necesitaba más tela. Había que añadirle unos cuantos pies más al manto familiar, y no tenía suficiente para rellenar el espacio que faltaba. Lo necesitaba urgente, porque ya sus manos estaban fuera de control; hasta cogían las agujas y tejían en el aire. Temblaban y vibraran, y eso era indicio de que la magia iba a fluir en grandes cantidades. Necesitaba la tela rush.
No tenía tiempo de ir a comprarla a su tienda favorita, pero cualquier tela era perfecta para completar el hechizo. Una persona, de quien no se acuerda, le dijo que en la Plaza vendían yardas, así que decidió ir allá en su break entre clases, a ver si la encontraba, y por fin sus manos dejaban de mover por su cuenta. Lo primero que vio al llegar a la Plaza fue las mesas repletas de viejos borrachones jugando dominó a las once de la mañana. Ellos eran las fieras que vigilaban la entrada a la Plaza, pero al estar tan embriagados y envueltos en su juego, lo único que hacían era silbar, para dejarte saber que te habían visto. Un viejo canoso y con demasiadas arrugas la miró de arriba abajo y le mandó un silbido. Lo único que ella sintió fue asco, y le envió un pequeño mal de ojo, un deseo que el viejito borracho pasara el resto del día adentro del baño y no volviera a salir.
Al entrar a la plaza, le echó una miradita rápida al reloj que llevaba en su muñeca, y tal como lo esperaba, las manecillas habían dejado de correr. El reloj de la pantalla de su teléfono se mostraba en blanco. Tenía que avanzar, o quién sabe hasta qué día y hora se quedaría atrapada allí. Pero primero, algo de comer, porque siempre hay tiempo para comer. Entró al área de comida y caminó hasta el establecimiento de batidas frutales. La arpía que estaba atendiendo la miró con un solo ojo.
—¿Qué quieres?
—Dame una batida de fresa y guineo.
—No tengo.
—Pues dame una de mango y piña.
—No tengo.
—¿Coco y papaya?
—No tengo.
—¿Y de qué tienes?
—Tengo batidas hechas con las lágrimas falsas de todas aquellas personas que quisieron cogerte de pendeja, y batidas hechas con los cumplidos hipócritas de tus familiares que dicen quererte bien, y que para nada les molesta tu peso. Esa última puede ser que te mande al baño de inmediato.
—Pues dame la de lágrimas, ni modo.
Se fue feliz con su batida, y comenzó a recorrer los pasillos de la Plaza, en busca de la tela. Había muchos establecimientos de frutas y verduras, de remedios caseros naturales, y uno que otro vendía flores y plantas para sembrar. Había un establecimiento que tenía una mesa con muestras de todas sus plantas, y a ella le llamó la atención una en particular; su profesora de escritura creativa le había mencionado esta planta antes. Le preguntó a la muchachita que trabajaba allí, una elfa con un crío en sus brazos, cuánto costaba. La elfa le contestó con una sonrisa de oreja a oreja. Se lamentó de no tener el dinero suficiente, pero se prometió a sí misma volver por la planta.
—Puedes pagarlo de otra forma—dijo la elfa, soltando al crío y enseñando su escote.
—Eh, no. Por el momento, no. Tengo prisa.— Caminó lo más rápido posible del aquel quiosco, lamentando el diario vivir de estas muchachitas que apenas terminaban la escuela superior.
¡Por fin encontró la tienda de telas! Era bastante grande y tenía un display de todas las telas por haber, de diferentes colores, patrones, y tejidos. Entró, y dejó que su magia la guiara. Sus manos tocaban cada ejemplar, sintiendo la textura y apreciando cada color. La dueña del lugar la miraba raro, pero ella ya estaba acostumbrada a que la miraran así cada vez que entraba a una tienda de costura. Encontró la tela que quería, lo supo por la vibración intensa que iba desde sus manos, sus brazos, sus hombros, y llegaba hasta su pecho. Esta era la tela para el manto, la tela para Lyanna.
—Esa tela está muy bella. ¿Para qué la vas a usar?—la cajera de la tienda le pregunta mientras le cobraba.
—Para el manto familiar que estoy terminando; me falta unas cuantas yardas.
—¿Te gusta coser?
—Sí. Es más bien una herencia familia de la que me he encargado de mantener viva.
—Eso está muy bien. ¿Y de qué es el manto?
Y ahí siguió la conversación, que fácilmente duró como diez minutos, pero como el tiempo no existe dentro de la Plaza, nadie sabe con certeza. Unos de sus mejores cualidades es que, con ella es bien fácil de hablar ya que es una tierna parlanchina. Habla de todo, y con todos, y no sabe cuándo detenerse. El hablar tanto es parte de su ansiedad y de su necesidad de caerle bien a todos, y es algo que ha tratado de controlar y mejorar. Pero la cajera le está hablando de costura, que es uno de sus temas favoritos, así que ¿Cómo ella no iba a hablarle?
Su mente le alertó que se hacía tarde y que tenía que irse ya. Se despidió de la cajera, y con su bolsa muy feliz se dirigió a la salida de la Plaza. Un zombi flaco, con ojos rojos y con ampollas en los brazos trató de hablarle, pero ella tenía prisa. Se le olvidó que tenía que ir a una clase, y probablemente ya estaba bastante tarde. Cuando por fin salió de la Plaza, que le resultó más difícil que entrar, miró su reloj para ver la hora.
—¿Qué son las cuatro de la tarde? Me perdí mi clase. ¡César tiene que estar asustado que no le haya texteado todavía!
Con ese pensamiento se fue de la Plaza, dejando atrás un mundo lleno de elfos, fieras y arpías, donde el tiempo no existe y la magia florece como una margarita entre las grietas de la carretera.